En julio, entraron en escena en el Instagram del Glaux diferentes personajes, todos búhos, que nos recordaban alguna de las medidas sanitarias que incorporamos en esta pandemia. Así, fuimos conociendo al búho amarillo -que usa tapaboca-, al verde -que se lava las manos- y al azul -que tose sobre el pliegue del codo-. Pero, además de verlos cuidándose, los encontramos tomando clases virtuales, conectándose para participar de diferentes eventos, cocinando, tocando el violín, leyendo y escribiendo.
Estos personajes nos transmitían lo que todos estábamos viviendo: nos cuidábamos pero, a la vez, compartíamos momentos en familia, disfrutábamos de las actividades artísticas que nos gustan y que nos ayudan a expresar lo que sentimos.
Pero en el Nivel Inicial queríamos escuchar, además, las voces de las familias a partir de estos dibujos, que cobraran vida, que los chicos les eligieran un nombre y los llevaran a ser parte de distintas aventuras. Entonces, las invitamos a participar del concurso literario “Búhos en casa”.
La consigna era que inventaran un cuento a partir de estos personajes que nos identifican como institución y que nos caracterizan.
En las clases virtuales y en el Padlet de cada Sala, las docentes compartieron los búhos para que los chicos los reconocieran un poco más. También armaron un video, animando las figuras y colocándoles una voz diferente a cada una, en el que los personajes cuentan qué les gusta hacer.
Algunas semanas después, empezaron a llegar los cuentos y estas historias fueron las elegidas…
Una jirafa en Melincué
Familia Persoglia
Había una vez una gran comunidad de búhos llamada “Melincué”. Cada integrante era un eslabón único y esencial para llevar una vida armónica y pacífica. Melincué era un lugar único y mágico, alejado de la ruidosa ciudad. Al entrar a la aldea, a mano derecha, estaba ubicada la casa de Doña Teresa, la búho más longeva, de carácter suave y amable, que hacía que todos quieran estar cerca de ella. Conciliadora de naturaleza, acudían a ella por consejos y opiniones. Doña Teresa era la cocinera de la aldea y cada mañana, muy temprano, comenzaba la preparación de sus recetas para el almuerzo y la cena.
Al lado de la casa de Doña Teresa, se encontraba la pequeña casa de Don José: “el profe”, como era conocido en la aldea. Muy correcto y estudioso, pero a su vez gracioso y charlatán.
A mano izquierda, estaba la casa de la familia Martin, una familia muy conocida de educadores: Don Julián, un profesor de química de aquellos que aman la profesión y con los que cada clase es un experimento inigualable; su esposa Doña Be, psicóloga, amante de la lectura y aficionada del cine internacional; y su bebé Ramoncito, de un año y medio, al que le encantaba hacer espuma con jabón. Siguiendo el camino de piedras, vivían los hermanos Música: el más grande, Don Beto, amante del violín, regalaba sus melodías y llenaba la aldea de alegría; el del medio, Don Ricky, profesor de canto, cada tarde se encontraba con sus alumnos por Zoom para enseñar con dedicación y amor; y el más pequeño, Fermín, que soñaba con ser actor y bailarín, entrenaba todos los días y hacía de su vida una danza constante. Casi al final, vivía con Don Edgardo, el médico de la aldea, de personalidad alegre y siempre con una sonrisa debajo de su barbijo. Todos vivían felices y en armonía.
Una noche de invierno muy fría, las y los búhos estaban preparando la cena cuando, de repente, se cortó la luz en todo Melincué. Todos comenzaron a preocuparse, ya que rara vez solía pasar algo así. Doña Teresa tomó su celular y prendió la linterna para tratar de iluminar la calle. Don José abrió la puerta de su casa y su cara de asombro describía lo que estaba sucediendo: ¡una jirafa negra estaba enredada en los cables de luz! La jirabúho, como la bautizó Ramoncito, gritaba porque estaba asustada y tenía dolor en su cuello. Sin pensar, Don Beto tomó la escalera de una familia vecina y, con la ayuda de Don Ricky y Doña, Be lograron llegar a ella. Don Julián les acercó un par de pinzas para aflojar los cables enredados a su cuello... con mucho cuidado para no lastimarla. Cuando finalmente lograron liberarla, llegó Don Edgardo con su maletín para hacerle las curaciones. Unos minutos más tarde llegó Don Emilio, profesor de química jubilado y electricista de la aldea. Media hora más tarde volvió la luz y la calma.
Doña Teresa invitó a cenar a jirabúho, pero como no entraba en ninguna casa decidieron armar una mesa en la plaza. Mientras deleitaban los tallarines con tuco casero de Doña Teresa, Don Beto enamoraba a todos con su melodía y Fermín lo acompañaba con unos pasos de baile. Al finalizar la cena, la jirafa agradeció toda la ayuda y la cálida atención que recibió y les pidió que la guiaran para volver a su hogar.
Al día siguiente, Ramoncito les preguntó a sus padres cómo era posible que, siendo tan pequeño, un búho haya podido salvar a una jirafa tan alta y grande. Sus padres miraron con amor al pequeño y le respondieron que un búho solo nunca la hubiese podido rescatar, pero que la colaboración y el trabajo en equipo hicieron que jirabúho ahora esté en su casa y disfrutando de su vida en familia.
Sierras de Glaux: un lugar donde los búhos juegan de noche y de día
Familia Duek
Estaba jugando con mi abuelo en el living de la casa, de repente, una lluvia torrencial se desató: relámpagos, truenos y muchísima lluvia. Miramos por la ventana y no se veía nada de tanta agua que caía. Mi papá le dijo a mi abuelo que se quedara a dormir, que estaba muy feo para irse a su casa.
Yo me puse contento, porque si mi abuelo se quedaba seguro que, antes de irme a dormir, me contaría un cuento. A mi eso me gustaba mucho, porque las historias y cuentos de mi abuelo eran muy divertidas y a mi me gustaba escucharlo.
Mis papás me dijeron: “Tobías, a dormir”, y fuimos con mi abuelo a mi cuarto.
Me acosté y él se sentó a mi lado. Yo me arrimé para estar bien pegado a él: quería sentir que él estaba muy cerca mío.
Mi abuelo se sacó los lentes y comenzó…
Resulta que en las Sierras de Glaux, al pie de una montaña enorme, había un pueblo muy chiquito: con una plaza central, la intendencia, un almacén, un establo donde había vacas y caballos y una granja muy grande abandonada por sus dueños.
Allí, en esa casa, hace años se instaló una pareja de búhos, Clotilde y Trulo, que vinieron escapando de un zorro que los quería cazar y encontraron una casa abandonada. Y, justamente en ese lugar, había un nido de palomas vacío que utilizaban para poner los huevos que después serían sus pichones de búho.
Clotilde quería mucho a Trulo, ella decía que ningún búho de la comarca podía girar la cabeza a la velocidad que lo hacía Trulo.
Cuando encontraron el nido, Clotilde puso tres huevos y se sentó encima para que pronto nacieran sus pichones.
Trulo le escribió a su hermano Toribio y le dijo que ese lugar era muy especial, que el sol se ponía detrás de la montaña y que los amaneceres y atardeceres eran hermosos y que no había zorros ni nada que los pusiera en peligro.
Toribio, al leer la carta, habló con su esposa, Filo, y le dijo que se irían a Sierras de Glaux. Filo y Toribio tenían seis pichones y, de un día para el otro, cargaron todo y se fueron a lo del tío Trulo.
Volaron más de seis horas: paraban de a ratos porque los pichones se cansaban. Estaban bastante lejos de la casa del tío.
Llegaron a la tarde, justo cuando el sol estaba cayendo detrás de la montaña.
Clotilde no se movió del nido, ella tenía una tarea muy importante: darles calor a los huevos para que sus pichones nacieran fuertes y sanos.
Al cabo de unos meses Clotilde tenía seis pichones y Filo nueve, era una familia numerosa.
Los pichones salían a volar todos los días, juntaban gusanos y lombrices para la cena.
Los papás y las mamás cuidaban a los más pequeños, preparaban la comida y mantenían todo ordenado y limpio.
Juancito, un búho curioso, quería ver qué había detrás de la montaña, pero no se animaba, papá búho se iba a enojar si él se iba muy lejos.
Una tarde, Juancito habló con su papá búho y le dijo que tenía ganas de volar hasta detrás de la montaña. El papá le dijo: “Muy bien, mañana vamos a ir del otro lado de la montaña y vas a ver el hermoso lago que hay”. Juancito lo miró con una alegría enorme, por fin iba a poder volar alto y cruzar la montaña.
Al otro día se levantaron muy temprano. Así que ni bien salió el sol, Juancito estaba listo para la travesía.
Su papá voló primero y él detrás.
Cuando tomaron altura, Juancito no podía creer lo que estaba viendo, estaba volando sobre la montaña. Cuando de pronto vio una mancha inmensa blanca en la cima, y le preguntó a su papá: “¿Qué es eso, papá?”. Jamás había visto una cosa igual. Su papá se rió y le dijo: “Juancito, eso es nieve. Arriba, en la montaña, hace mucho frío, y cuando llueve el agua se hace nieve”.
Juancito y su papá volaban cada vez más alto, la vista era espectacular. De pronto, delante de ellos apareció un lago inmenso. Parecía un espejo gigante que reflejaba el azul del cielo con sus nubes.
Había una pequeña isla en el lago y un árbol enorme en el medio de ella.
El papá le dijo “Bajemos en ese árbol”. Juancito planeó y se fue acercando al árbol hasta que al final se posó en una rama. Su papá, que venía detrás, se posó a su lado.
Como los búhos giran toda la cabeza, cuando se posaron vieron un sinfín de nidos de búhos. El lugar estaba lleno de familias de búho. Quedaron asombrados.
Tenían que traer a toda la familia y al tío Toribio con la suya.
En ese momento, un búho enorme se posó en la rama frente a ellos y les dio la bienvenida.
–Mi nombre es Sacristán y soy el búho mayor del pueblo. ¿Vinieron solos?
–Sí –le contestó mi papá– Nuestras familias están del otro lado de la montaña. Nosotros salimos a volar para ver qué había detrás de la montaña. Jamás imaginé que hubiera una ciudad de búhos.
–Esta es la ciudad de búhos más grande de la comarca, lo mejor es estar aquí de noche. Como hay tantos búhos y nos brillan los ojos en la oscuridad, no necesitamos luz a la noche, todo está iluminado. Quisiéramos que ustedes traigan a sus familias, los búhos tenemos que estar juntos, así nos cuidamos y protegemos.
A papá búho le pareció una idea brillante, así que le dijo a Sacristán que al otro día todos volverían y se integrarían al pueblo.
Y así fue, al otro día en la comarca vieron llegar por el cielo a las dos familias con sus pichones.
Sacristán les asignó un nido que era lo suficientemente cómodo como para que entrara cada familia.
Esa noche el pueblo les dio la bienvenida, estaba lleno de pichones y Juancito, sus hermanos y primos se hicieron amigos de todos los que estaban allí.
Las mamás y los papás llevaban a sus pichones a la escuela, donde aprendían a volar y a cazar, en los recreos jugaban y volaban al ras del lago.
Los búhos estaban felices, viviendo en un lugar donde era todo muy divertido. Aprendieron y, por sobre todo, vivieron juntos como comunidad.
Los pichones se hicieron grandes y nacieron más y más pichones, no había ningún árbol que no tuviera uno o dos nidos.
Sierras de Glaux se convirtió en un lugar hermoso, tranquilo y bello.
Juancito, que ya era un búho mayor, le dijo a sus pichones: “Gracias a ser curiosos vivimos en el paraíso de los búhos. Siempre es bueno tener curiosidad, siempre es bueno saber qué hay detrás de las cosas. Detrás de la montaña había una ciudad de búhos que nos esperaba”.
Su abuelo terminó el cuento y Tobías estaba totalmente dormido, se le acercó, le dio un beso y le dijo: “Tobías, siempre sé curioso, la vida está llena de cosas para descubrir, por eso hay que volar lejos para encontrar un hermoso lugar donde estar”.
Su abuelo lo tapó, apagó el velador y se fue a su habitación.